domingo, 16 de septiembre de 2012

Las mujeres saben callar

A principios de 1817, cuando San Martín y los emigrados organizaban en Mendoza el ejército de Los Andes destinado a libertar a Chile, había entre nosotros un hombre encargado de distraer la atención del gobierno,  para que aquel ejército pudiera pasar la más elevada codillera del mundo sin ser molestado. Este hombre desempeñó de tal manera su empresa que se hizo un verdadero héroe de romace. Inició una guerra de tinieblas y de sombras; una guerra verdaderamente impalpable. Los españoles, a pesar de sus esfuerzos extraordinarios, no podían dar caza a ese ser misterioso, que los desorientaba con la rapidez de sus correrías y sobre el cual circulaban las versiones más contradictorias. La mitad de la gloria del paso de los Andes se debe a Manuel Rodríguez; sin sus servicios, el Ejército Libertador pudo haber sido despedazado entre los peligrosos desfiladeros de aquellas montañas, que sólo permiten marchar a uno o dos hmbres al frente.

Marcó del Pont reconcentró toda su atención y todos los elementos bélicos de que disponía en destruir esta sombra que le atormentaba hasta en su mismo lecho; temía más al enemigo desorganizado del interior que al poderoso ejército que se reunía en la falda oriental de Los Andes; pero, ¿cómo dar alcance a ese fantasma cuya sombra apenas se dejaba diseñar?

- Ayer ha pasado por aquí, decían los campesinos; iba a trote de su negro caballo; su blanca barba ocultaba su rostro. Era un fraile capuchino rodeado de penitentes.

- No, ayer estuvo en Santiago, decían otros; abrió personalmente la puerta de la carroza de Marcó y le ayudó a descender. Ha sido él; cuando ya había desaparecido, se han recordado los rasgos de su fisonomía.

¿Cómo sorprender y capturar a ese misterioso genio del bien o del mal?

La acción de aquel fantasma se dejaba sentir en todas partes; era una figura gigantesca que saltaba las zanjas, que cruzaba los bosques, pasaba los ríos a nado o sobre los lomos de su infatigable cabalgadura; pedía hospitalidad en los conventos, en los ranchos o en los palacios; por la mañana estaba al frente de su montonera y por la noche bailaba contradanza o gavota en algún salón de Santiago, y sin embargo, nadie le veía, o más bien, nadie quería verle, pues había un interés general en ocultarlo.

Las mujeres eran detenidas en los caminos públicos por los soldados españoles que perseguían a Rodríguez, se les interrogaba si habían visto pasar a la sombra, se les amenazaba; pero jamás hubo una delación. Las más ignorantes campesinas comprendían que esa visión servía sus intereses, que ese perseguido fantasma era un fantasma amigo.

Las grandes damas de Santiago eran arrastradas a las cárceles; San Bruno, el furioso agente de la tiranía agonizante, las amenazaba e insultaba brutalmente. Pero las más severas indagaciones, las más violentas pesquisas no descubrían nada. Todas las mujeres, señoras y plebeyas, se empeñan en borrar con su pie la huella que dejaba en los caminos el infatigable guerrillero, y sin este admirable complot del silencio femenino, la espada invisible de Manuel Rodríguez no habría podido señalar a los libertadores la senda de la victoria.

Manuel Rodríguez ocultó a Marcó el paso del Ejército Libertador; pero a su vez las mujeres de entonces ocultaron al héroe y con su silencio de él un personaje casi misterioso fantástico.

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