domingo, 12 de agosto de 2012

El Verdadero Robinson Crusoe

Julio Arteaga Herrera

En 1703 partía de Europa hacia los mares de Chile una escuadra de corsarios. Un marino llamado Dampier, que había sido piloto de Davis y lo había acompañado en sus aventuras piratezcas en nuestras costas y en su asalto a La Serena, llegó a su patria relatando tales aventuras en el Pacífico, que sobraron armadores que le ofrecieron una escuadra para volver de nuevo a aquel océano.

Mucha gente de esa que en aquella época estaba en exceso en los puertos, decidida a aventurarse, tanto en un viaje comercial como en uno de guerra, se unió rápidamente a los aventureros que en los días de fines de abril de 1703 se hacían a la mar.

La escuadra no taró en desbandarse. Sublevaciones sucesivas dieron el mando a diversos jefes, los que al fin se separaron entre sí, marchando cada uno con distinto rumbo en su nave. La suerte que corrieron fue también variada. Uno de ellos tuvo que trabarse en combate con naves francesas frente a la isla de Juan Fernández, combate del cual salvó airoso. Otro intentó asaltar el famoso galeón de Manila, que, una vez por año, llevaba todo el oro recogido por los españoles en esa posesión y que era trasladado primero a Panamá y, desde ahí, a la Península.

Ya una vez un pirata había dado aquel golpe afortunado, y apoderóse así de millones de pesetas en oro y  otros valores. Pero en esa ocasión el galeón estaba bien armado y libró de los asaltantes después de una heroica defensa.

Otro de los jefes aventureros saqueó a Panamá. Perseguido por naves españolas, tuvo que abandonar su nave y huir con parte del botín en una embarcación menor, con la cual hizo rumbo a Oceanía. Por fin, en una de las naves que después de muchas aventuras recalaba en Juan Fernández para iniciar otras más audaces, iba como jefe un hombre temido por sus arbitrariedades, llamado Stradling. Y bajo sus órdenes el marinero Alejandro Selkirk, quien, como veremos, se convirtió en el Róbinson Crusoe que inspiró al escritor Defoe la novela que leen desde hace dos siglos todos los niños del mundo.

El marinero Selkirk se dio cuenta de que el camino tomado por Stradling no era el correcto. La idea que él se había formado sobre la expedición era la de comerciar o guerrear, pero no la de convertir la nace corsa en un buque pirata. Los saqueos a las ciudades le repugnaban. Hijo de una honrada familia de Escocia, Alejandro Selkirk se había forjado una vida de sólida moral. De allí que le repugnaba el sentido pitaresco que Stradling había dado a la expedición.

Una vez en Juan Fernández, Selkirk expresó su sentir. Stradling le contestó que, si no estaba de acuerdo, podía quedarse en la isla. Serkirk aceptó su propuesta y, después de recibir alimentos y armas. se quedó solo en la isla, donde construyó su choza junto a una caverna que hoy visitan los turistas.

La vida de Selkirk en la isla está relatada en la novela de Defoe, titulada Róbinson Crusoe, pues el escritor mencionado tomó el argumento para su libro de las memorias que Selkirk publicó en Inglaterra años después que regresó sano y salvo a su patria. Cuatro años y cuatro meses vivió en la isla desierta, haciendo una vida laboriosa, pues en ningún momento se dejó vencer ni por el desconsuelo ni la pereza.

Lo curioso es que la soledad fue menos triste que lo que fue la vida de su jefe y de sus compañeros. El audaz Stradling persistió en sus ataques a naves y puertos. Sus subalternos se amotinaron varias veces. Al fin, vencido por la desesperación y el hambre, el corsario fue a entregarse con su tripulación a un puerto español, desde donde lo enviaron a las prisiones de Lima. Presos, en sucios calabozos. gemían aquellos hombres, mientras Selkirk, el Róbinson Crusoe de Juan Fernández, vivía gozando de la libertad en la que él llamó siempre  "su querida e inolvidable isla".

Sus penas, por lo demás, no fueron eternas. Cuatro años y cuatro meses después de aquel día que decidió quedarse en Juan Fernández, una nave llegó a la isla. Él, como lo cuenta Róbinson Crusoe en la novela, vio aquella nave desde el mirador, o sea, el alto cerro desde el cual se domina ampliamente el mar. Aquel rincón, muy visitado hoy por los turistas, lleva el nombre de Mirador de Selkirk. Quienes venían en aquella nave era los expedicionarios de Rogers y con ellos partió Alejandro Selkirk de regreso a su patria.

lunes, 6 de agosto de 2012

Juegos y entretenimientos de palabras

Adivinanzas

1. En el mar, y no me mojo
en brazas, y no me abraso,
en el aire, y no me caigo,
y me tienes en tus brazos.

2. Corriendo, corriendo
colita arrastrando.

3. Ave soy, pero no vuelo,
mi nombre es cosa muy llana,
son una pobre serrana.

4. Voy vestida de remiendos,
siento una mujer de honor,
miles de hombres por mi amor
salud y vida perdieron
a muchos les infunde miedo,
el jabón nunca lo vi;
si me llaman lavandera
es por burlarse de mi

5. ¿Cuál es el nombre que, leído al revés,
no expresa ningún valor?

Jitanjaforas o palabras que dicen y no dicen nada

En la songa de la milonga
la macadana de la fiducia,
vestín, vestón y el verdodón,
el paraningo de ciclotón
y la midonga de la piragua.

Verdehalago
(Mariano Brull)

Por el verde, verde,
verdería de verde mar
erre con erre.

Viernes, vírgula, virgen
enano verde
verdularia cantárida
erre con erre.

Verdon y verdín
verdumbre y verdura.
Verde, doble verde
de col y lechuga.

Erre con erre
en mi verde limón
pájaro verde.

Por el verde, verde,
verdehalago húmedo
extendiéndome-. Exiséndete.
Vengo de Mundolido
y en Verdehalago me estoy.

PARA VER COMO ANDA SU DOMINIO DE DICCION, REPITA LO MÁS RAPIDAMENTE POSIBLE.

Compró Paco pocas capas y como pocas capas compró, pocas capas pagó.

Bajó el jocoso joven jorobado.

Pablito clavó un clavo, un clavo clavó Pablito.

Para la Lola una lila
di a Adela; mas tomóla
Dalila, y yo dije: ¡Hola,
Adela! dije a Dalila
que de la lila a la Lola

COMBINACIONES DE NOMBRES Y APELLIDOS

Pedro Lanza Piedras
Iván A. Cartagena
B. Orrego
V. Terán O.
L. Oscar Gantes.

¿QUÉ LE DIJO?

¿El ladrón al detective?
- Francamente no me gusta tu esposa.

¿Un uno a otro uno?
- ¿Hagamos once?

Un pato cojo a un pato viudo?
- Los dos perdimos la pata.

¿La vela al conscripto?
- Llegaré a ser cabo antes que tú.

La flor de la Champaca

Rabindranat Tagore

Oye, madre; si sólo por jugar, ¿eh?, me convirtiera yo en una flor de champaca, y me abriera en la ramita más alta desde aquel árbol, y meciera en el viento riéndome, y bailara sobre las hojas nuevas... ¿sabrías tú que era yo, madre mía? Tú me llamarías: "Niño, ¿dónde estás?" Y yo me reiría para mí y me quedaría muy quieto. Abriría muy despacito mis pétalos y te vería trabajar.

Cuando después del baño, con el pelo mojado abierto sobre los hombros pasarás tú por la frescura de la champaca al patiecillo donde rezas, sentirías el perfume de la flor, madre, pero no sabrías que salía mal de mi. Después de la comida de las doce, cuando estuvieras sentada ala ventana leyendo el Ramanyana, y la sombre del árbol te cayera en el pelo y en la falda, yo echaría mi sombrita chica sobre la hola de tu libro, en el mismito sitio en que leyeras; pero ¿adivinarías tú que era la sombra de tu hijo? Cuando, al anochecer, fueras tú al establo, de pronto caería yo otra vez al suelo, y sería otra vez tu niño y te pediría que me contaras un cuento.

"¿Dónde has estado tú, picarón?". No te lo cuento, madre, nos diríamos.

El Puhuy

Leyenda maya
Versión de Herminio Almendros

El hombre que anda o cabalga de noche por los caminos de la misteriosa tierra maya, puede esperar que surja del silencio el grito encendido del puhuy.

Y no tardará en oírlo cerca. Ahí está : ¡puhuy!... ¡puhuy!...

El grito se clava en la noche como una saeta. De ahí viene, del camino adelante por donde el viajero ha de pasar. Se oye luego un vuelo que se apaga más lejos, en medio del sendero. Y cuando el hombre se acerca, vuelve a conmoverse el silencio con el grito afilado: ¡puhuy!... ¡puhuy! Y así, anda el viajero, y de nuevo el grito sale al paso, y se repite el mismo salto y el mismo saludo, quizás hasta el alba.

¿Quién es ese misterioso acompañante del hombre que anda o cabalga de noche por los senderos de la tierra maya? ¿Por qué aguarda que el hombre esté cerca para detenerlo con su grito y otra vez se aleja y torna a posarse en el camino para volver a esperar y a desesperar?

Nadie os lo podía explicar si no es uno de estos indios callados y enigmáticos que saben de la historia y del alma de los árboles y de las piedras de las ruinas y de todo ser del cielo y de la tierra maya.

El os dirá la bella leyenda del puhuy, el pájaro inocente y confiado que sale por los caminos a buscar a quien le dé la noticia de aquel que hace muchos, muchos años, se burló de su buena fe y lo engañó sin piedad. Y el pobre puhuy no pierde la esperanza de encontrar al burlador.

El indio maya os dirá que una vez, el Gran Señor que creó todas las cosas y todo ser vivo, quiso que cesaran entre las aves las enemistades y disputas por cuál había de mandar, y trató de darles un rey que las gobernara en paz.

Anunció el Gran Señor a las aves su propósito y las llamó a todas para elegir en un día señalando a la que tuviera mayores méritos. Y todas se alborotaron y se echaron a pensar y a ponderar sus propios merecimientos, teniendo por seguro cada una, que ella sería la elegida.

- Seguramente -dijo el ruiseñor, el ave de más dulces trinos- será elegida la del más bello cantar-. Y confiado y orgulloso, ensayó su melodía desde las altas ramas de la ceiba.

- Seguramente -pensó para adentro el buho- el Gran Señor elegirá la más sabia, y ninguna como yo para la meditación-. Y clavó sus ojos redondos en la noche imaginando reinos.

- Seguramente será elegida la más fuerte -dijo el pavo montés-. Seré yo el llamado a poner orden entre tantos alborotadores-. Y sacudió sus anchas alas, y el empuje troncha la gurda rama que lo sostenía.

- Seguramente, para gobernar bien hay que ver todo el mundo desde gran altura -dijo el zopilote. Y se lanzó al aire en un vuelo altísimo, hasta cruzar las nubes.

- Seguramente el rey tendrá que ser el que grite más fuerte. Hay que dar órdenes de manera que todos las puedan oír. Y yo, yo -dijo la chachalaca - puedo, si quiero, dar un graznido que se oiga hasta en la luna.

- Seguramente seré yo el rey - dijo el cardenal -. Es de reyes el vestir de púrpura y de grana. Mi plumaje es como una llama viva.

- Y así, cada una de las aves se sentía segura de su triunfo.

El pavo real había escuchado lo que las de más aves decían. El aquel tiempo el pavo real no era como es ahora, pues su plumaje era sucio, despeinado y sin gracia. No podía pensar en ser elegido. Su cuerpo era esbelto, pero su trae era feo y miserable. Se dio a meditar el pavo, sin perder la esperanza, y luego vino a acordarse de su amigo el puhuy, que tenía un plumaje vistosísimo.

El pavo fue a ver al puhuy y le dijo:

- Amigo mío, vengo a hablarte de algo muy importante para los dos. El Gran Señor pensará, seguramente, en nombrar rey al ave más bella y más esbelta. Tú eres tienes muy hermosas plumas, pero eres pequeño y te falta arrogancia. Yo, en cambio, tengo un cuerpo de gran presencia, mas mi plumaje es una desdicha. Yo no puedo darte mi cuerpo, pero tú sí que puedes prestarme tus plumas.

El puhuy escuchaba a su amigo.

- Mira -continuó el pavo-, vamos a hacer un trato. Tú me prestas tus plumas hasta que yo sea elegido por el Gran Señor. Cuando yo sera rey te devolveré tus plumas y, aún más, repartiré contigo todas las riquezas y todos los honores de mi cargo.

Lo pensó un momento el pájaro puhuy y volvió a halagarlos el pavo con promesas, hasta que él, bueno y confiado, no tuvo ánimo para negar.

Y así, el puhuy se fue quitando las plumas y se has fue poniendo a su amigo. Y conforme se las ajustaba el pavo a su cuerpo, iban creciendo, creciendo, hasta formarle un manto magnífico con una maravillosa cola de soles de plata y oro.

- Ya verás, amigo puhuy, las riquezas que nos hemos de repartir -dijo el pavo real, radiante de belleza y de orgullo.

El pobre puhuy quedó casi desplumado y tiritando de frío. Y como vio venir por el camino a otras aves que se acercaban, sintió vergüenza y se escondió entre yerbazales, para no ser visto.

Llegó el día de la cita ante el Gran Señor, y acudieron todas las aves muy compuestas y esperanzadas, pero cuando vieron llegar al pavo real con su porte magnífico, todas se quedaron con el pico abierto de asombro y de admiración. El mismo Gran Señor se quedó maravillado y eligió desde luego al pavo como rey y señor de las aves.

Mas el pavo real es desgraciado y soberbio, y desde el momento mismo en que consiguió su deseo, no volvió a acordarse del buen puhuy que le había ayudado con su sacrificio.

Un día las aves encontraron al pobre puhuy escondido entre las yerbas altas, se compadecieron de su desnudez y  acordaron darle cada uno una pluma de su vestido para que él se vistiera. Por eso es por lo que el puhuy tiene las plumas tan variadas. Por eso sigue desde entonces avergonzado de no llevar las suyas. Por eso mismo para que no lo vean así, no sale más que de noche. Y de noche viene saliendo desde entonces, buscando al amigo ingrato que lo engañó, porque, como es bueno, piensa que algún día se dispondrá el pavo real a cumplir su promesa.

El buen puhuy no pierde por completo la esperanza y sale por los caminos, y cuando ve al hombre se le acerca y le grita una y otra vez, preguntándole si ha visto al pavo real...

Esta es la historia que del puhuy cuenta el hombre maya. Y agrega aún esta conclusión que nos habla de la voluntad de justicia de sus dioses.

El Gran Señor no podía dejar sin castigo una tan mala acción. Ya sabrás que el pavo real no canta; pero antes sí que cantaba y con una voz muy armoniosa.

Pero el Gran Señor supo la ruin acción que había cometido, y lo condenó a no cantar más. Desde entonces. cada vez que el pavo real intenta lanzar al viento su canción, no consigue más que dar graznidos chillones y estridentes que hacen reír a las demás aves.

sábado, 4 de agosto de 2012

Jugando a ser madres

Lucía Condal


(Jugando a ser madres, tres niñas, con nombres de flores, toman dulce actitud y expresión maternal para mecer a sus muñecas)


Margarita (meciendo):


En cunita de hojas
el trébol morado
dobló su cabeza
pidiendo soñar.
Se durmió la rosa,
la dalila y el trébol...
Mi niña pequeña
durmiéndose está.

Malva (meciendo):


Pastoreando nubes
por el cielo blanco
ya hace mucho rato
que el viento pasó.
Se durmió la rosa,
la dalila y el trébol...
Mi niña pequeña
también se durmió.

Rosalinda (meciendo):


Ojitos de trébol,
manitas de rosa,
corazón de dalia,
blando el respirar,
nuestras bellas hijas,
las tres, como flores,
en blando regazo
dormidas están.

Las tres (en sordina):


... Nuestras bellas hijas,
las tres, como flores,
en blando regazo
dormidas están.

Lucía Condal. Pseudónimo de la distinguida educacionista, escritora, libretista y poetiza chilena Yolanda Carreño, inspirada particularmente en temas infantiles.

Una carga pesada

Ocurrió un día en que un jornalero que trabajaba en la construcción de una casa, vio a un carretero cómo trataba de que los caballos, unidos a un carro muy grande cargado con madera, entraran retrocediendo en el patio de la fábrica.

Los caballos a pesar de que parecían esforzarse todo lo posible para cumplir la orden del carretero, sólo lograban avanzar un corto trecho. Pero lo peor era que su esfuerzo resultaba inútil, pues el carro volvía a rodar cuesta abajo, sin que los pobres brutos pudieran retenerlo por lo pesado de la carga.

El carretero se encolerizó y comenzó a gritar a los animales, al mismo tiempo que les fustigaba cruelmente con el látigo. Ante este injusto trato, los caballos cesaron de empujar el carro y comenzaron a cocear.

En este momento el jornalero se aproximó al carrero y díjole:

- Bájese usted un instante y déjeme ver si yo puedo hacer algo con estos caballos. El carrero, aunque de mala gana, accedió a esta petición.

Lo que primeramente hizo el jornalero fue dirigirse adonde estaban los animales y les acarició, a la vez que les hablaba con dulzura. Después quitó el carro varios de los maderos más pesados y los echó en el suelo. Por último, cogió un panecillo de la bolsa donde tenía su merienda, lo partió en dos pedazos y dio uno a cada animal. Cuando acabaron de comer, nuestro jornalero se subió al carro y cogió las riendas.

- ¡Arre! ¡arre! -gritó el trabajador a los caballos, y tiró suavemente de las riendas- ¡Vamos, arriba! Estos seguro de que ahora pueden ustedes si hacen un nuevo esfuerzo. ¡Arre, que ya va subiendo el carro!

Los caballos, alentados por aquella voz amistosa, sacaron fuerza de flaquezas y dieron un vigoroso impulso al carro, y este subió la cuesta y entró en el patio.

- No es agradable trabajar cuando a uno le están regañando y castigando -dijo el trabajador, dirigiéndose al carrero al entregarle las riendas-. La próxima vez que le ocurra a usted un percance como éste, ponga en práctica mi sistema. Ya ha visto usted que da muy buen resultado.

jueves, 2 de agosto de 2012

La casa del camino

Luis Fabio Xammar
(peruano)

Prendida al camino,
como una esperanza,
se brinda el milagro
de la casa blanca.

Está la alegría
presa en sus entrañas
y un portal pintado
como una alborada.

En su cuerpo claro
se siente la magia
y hasta es refrescante
como el agua clara.

¡Que clara, que buena,
que alegre es la casa,
prendida al camino
como una esperanza!

El cuerpo de bomberos

Un terrible y voraz incendio destruyó la Iglesia de la Compañía en Santiago, el 8 de diciembre de 1863, Iglesia que se hallaba situada donde hoy se levanta el Congreso Nacional. Aproximadamente dos mil personas perecieron en tal lamentable catástrofe.

Fue a raíz de esta desgracia, cuando un grupo de ciudadanos, dispuestos a velar por la seguridad futura de nuestra capital, acordaron formar, inspirados por nobles sentimientos de solidaridad social, un Cuerpo de Bomberos Voluntarios, que, desde el 20 de diciembre de ese mismo año, día de su fundación, ha servido hasta el presente el forma digna de los mayores elogios y admiración, ganando así la gratitud no tan solo de la ciudad, sino también de nuestra Patria.

Abrió la lista de los mártires don Germán Tenderini, que pereció en el incendio del Teatro Municipal, de Santiago, y tras de él muchos otros voluntarios han entregado su valiosa vidas por el logro de su ideal.

Cada voluntario desempeña su papel en los actos y servicios y siempre está dispuesto a darse por entero en el cumplimiento de su deber, sin miramientos del peligro.

El noble ejemplo de los bomberos de Santiago ha sido imitado por generosos y esforzados ciudadanos en todas las ciudades y pueblos del país, que, sin retribución económica alguna y, al contrario, con perjuicio de su peculio personal, en forma tan desinteresada a la sociedad, no sólo en caso de incendio, sino también en cualquier desgraciado acontecimiento, como los que ocurren, por ejemplo, a causa de cataclismos. Acaba nuestro país, sobre todas las ciudades y pueblos del sur, de atestiguar la noble abnegación de los bomberos, particularmente los de Puerto Montt, ciudad tan furiosamente azotada por el terremoto de mayo de 1960. Ellos, adelantándose, junto con Carabineros, a toda otra institución organizada, dieron conmovedor ejemplo de heroísmo y sacrificio, pues, pospusieron sus intereses y afectos familiares, para acudir, noche y día, en oportuno socorro moral y material de todos lo que necesitaban angustiosamente de su de su ayuda.

Rubén Darío, el magnífico y brillante poeta nicaragüense, padre del modernismo literario, compuso el siguiente himno a los Bomberos de Chile:

¡Suena alarma, valiente bombero!
Va la bomba una hoguera a vencer.
Ponte el casco y camina ligero
donde vibra el clarín del deber.

¡Marchad!
¡Fuerza! ¡Valor y voluntad!
Oro y sangre semeja la llama
que voraz en el aire se eleva;
sopla el viento que aviva y renueva
del incendio el poder destructor.

Al hogar amenaza la rutina
y el eco de angustia infinito
sobre el ruido fatal se oye un grito
que demanda ¡socorro y favor!

La garza y la zorra

(Narración floklórica)

Erase una vez una garza que por estar muy cansada no podía seguir a sus compañeras y se quedó a pasar la noche en un bosque.

Metió la cabeza debajo de un ala con intención de dormir, pero desde una covacha la vio una zorra y a la chita callando, sin meter ruido alguno, se acercó a ella y le dijo:

- Buenas noches, señora garza.
- Buenas las tengamos todas, señora zorra. ¡Cómo! ¿Usted por aquí?
- Vengo a pasar la noche contigo -contestó la zorra- Pero duerme, duerme, que, en amaneciendo, hablaremos.

La garza se colocó frente a la zorra y cerró un ojo.

La zorra al verla preguntó a la gaza:

- ¿Cómo es que duermes sin cerrar más que un ojo?
- ¿Por qué?

quien duerme con un compañero
que lo sabe si es cierto, 
duerme con un ojo cerrado 
y con el otro muy abierto.

La zorra se hizo como que no entendía la intención de los versos y se pus o a dormir, Cuando amaneció, le dijo a la garza:

- Tengo hambre y voy a comerte.
- ¡Por Dios, no me comas! -suplicó la garza- que voy al cielo a una boda y te traeré de allá  un queso.

- Entonces quiero ir contigo -dijo la zorra-, porque en el cielo comeré cosas mejores que el queso.
- conforme -respondió la garza-, monta sobre mi.

La garza se elevó hasta las nubes con la zorra encima de sí. Y cuando iba volando sobe un pueblo, la zorra miró la tierra y vio muchas gallinas en un huerto. Entonces le dijo a la garza:

- Me parece que falta mucho para llegar al cielo y no es cosa de hacer un viaje tan largo en ayunas. ¿No será mejor que bajemos donde están aquellas gallinas y mientras yo me como una tú descansas?

Y contestóle la garza

- ¿Por qué no entretienes el hambre cantando?
- Porque no pienso abrir la boca para cantar hasta el día que te coma; ese día cantaré:

Una garza comí
una garza comí...

- Otra, y no a mi -dijo la garza, al mismo tiempo daba una voltereta y lanzaba al aire a la zorra, la cual bajaba como una exhalación y decía:

- No te acerques, tierra, que te aplasto; apartaos árboles, que os deshago.

Y en eso ¡zas!, la zorra se deshizo contra una peña siguió volando a toda prisa para alcanzar a toda prisa para alcanzar a sus compañeras.

Caupolicán

Rubén Darío

Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco del árbol al hombro de un campeón
salavaje y aguerrido cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules o el brazo de Sansón.

Por casco, sus cabellos; su pecho, por coraza:
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro y estrangular un león.

Anduvo... anduvo... lo vio la luz del día,
lo vio la tarde pálida, lo vio la noche fría
y siempre el tronco de árbol a cuesta del titán.

- ¡El toqui! ¡El toqui! -clama la conmovida casta.
Anduvo... anduvo... anduvo... la aurora dijo: -¡Basta!
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.

Un tigre en la noche

Un viejo leñador fue quien di ola noticia. ¡Un tigre había dado muerte a una pieza! Había arrastrado a su víctima hasta el cauce seco de un riachuelo, dejándola allí para tener asegurada otra comida, y yo me propuse estar en aquel paraje cuando volviese la fiera.

Aconteció este lance en las vertientes frondosas de una estribación del Himalaya, junto al cual se extienden la selva por muchos kilómetros y, aunque los tigres eran en aquella parte muy numerosos, resultaba excesivamente difícil al cazarlos. Salvaban, errantes, inmensas distancias, y como la comida era abundante, no se acercaban con frecuencia a las proximidades de punto habitados por el hombre.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando llegué allí. Encima de un sitio cubierto de yerba, en el cauce del río, veíase tendido en cuerpo de un sambar, la especie de venado más grande que existe en la India. El tigre habíale partido el cuello, y devorado parte del cuerpo, y dejado el resto para otra comida. Mi shikari, como llamamos al cazador en la India, me hizo un machan en un árbol que había a tres pasos.

Consiste el machan en unas cuantas ramas atadas juntas con trepadoras, que forman una pequeña plataforma o tablado, algo parecido al nido de un pájaro de gran tamaño, y estaba a unos siete metros del nivel del suelo.

Me encaramé a mi nido, ocultándome cuando pude, y por medio de una cuerda que hice de planta trepadoras, subí la carabina, el fusil y demás cosas de mi uso particular; márchose el shikari y quedé solo en mi atalaya.

Una selva india es verdaderamente un lugar desolado durante el día, y se puede caminar muy lejos en ella sin encontrar animales y aves o una señal cualquiera de vida; pero, al anochecer, comienza el despertar, y entonces me di cuenta del grande misterioso movimiento que reinaba ya en mis tristes alrededores. El astro de la noche se hallaba en su plenitud, y sin embargo, en casi toda la selva reinaba la más completa oscuridad. En noches como aquélla no debía uno errar el blanco.

De repente, el ruido de una piedra quitada de su sitio, púsome los nervios en tensión y dirigí la vista hacia el punto de donde procedía. Al fin, pude ver algo que se acercaba, y observé que era una hiena atraída por el olor de la carne muerta. Dio unos cuantos saltos en dirección del cuerpo del venado y comenzó a desgarrarlo.

Estaba yo en acecho contemplando lo que pasaba, cuando divisé un hermoso cervatillo que se hallaba a unos seis metros de distancia. Habíase aproximado en medio del silencio más absoluto. El cervatillo se parece bastante al venado manso y confiado de nuestros parques, y es además un animal muy simpático. Bajó la cabeza disponiéndose a pacer la yerba que por allí crecía, y levantóla de repente; miró obstinadamente en derredor.

Notó, al punto, la presencia de la hiena, y se puso a contemplarla intensamente unos segundos, después de los cuales, en cuatro brincos, penetró en lo más intrincado del bosque. Pronto se presentaron dos puercoespines, y pasaron por debajo del árbol en que me hallaba oculto. Luego tuve que aguardar mucho tiempo, hasta que vino otro ruido a interrumpir el silencio extraordinario que reinaba en la selva.

Esta vez el ruido fue más intenso. Conocíase que el nuevo visitante era amigo de hacerse anunciar; y era de seguro un animal o animales que no conocían el miedo. Apareció de repente un pequeño rebaño de elefantes; y como por lo general son inofensivos, su proximidad no me alarmó lo más mínimo.

Al desaparecer en las sombras volvió a reinar nuevamente el silencio, y yo empezaba ya a sentirme algo amodorrado, cuando unos estridentes chillidos de monos, todavía a distantes, me pusieron sobre aviso. Estos anuncian al cazador que una pantera o un tigre pasan por debajo del sitio en que ellos se hallan. La hiena lo sabía también, y alzando la cabeza, dirigió la vista hacia la selva. Permaneció un momento en esta actitud y luego se marchó tranquilamente.

La modorra que se había apoderado de mí había ya desaparecido. Mis oídos anhelaban escuchar el más leve rumor y éste vino al fin. Era algo así como un bramido que produce el vendaval al soplar sobre un campo de trigo en sazón. Este ruido fue creciendo, creciendo, y luego apareció el rey de la selva india.

La sangre me azotaba los oídos; tanta era la rapidez con que mi corazón latía, y las manos me temblaban por la excitación en que me hallaba; pero no esperé que todo estuviese en calma, sabiendo, como sabía, que el tigre puede desaparecer en un segundo. Oyóse un tipo. Dio el felino un salto terrible en el aire y luego, antes de que yo tuviese tiempo de volver a disparar, se hundió en la espesura.

Creí haberle perdido ya, y estaba escuchando el estrépito producido por la acelerada cerrera de numerosas fieras espantadas por sus rugidos y mi disparo, cuando otros cinco rugidos salvajes, a un centenar de metros de distancia, hiciéronme comprender que el tigre estaba mortalmente herido; de lo contrario, hubiera estado ya a dos kilómetros de aquel sitio.

Nada más pudo hacerse hasta que vino la mañana, y aun entonces mi tarea podía ser arriesgada, pues aunque a veces un tigre suele no ser tan peligroso, en cambio lo es siempre, y tremendamente, cuando está herido, pues así desconoce el miedo y acomete a todo lo que se le presenta. No había ya necesidad de mantenerse quieto, y aunque dolorido a causa de mi forzada posición de tantas horas, di movimiento a mis piernas entumecidas, encendí la pipa y me senté.

A las seis de la mañana llegó mi shikari, y dándole la carabina, me quedé con mi magnífico fusil de doce tiros cargados con doce cartuchos de balas. Enseguida, comencé la parte más excitante de mi aventura. Avanzamos con todas las precauciones imaginables por entre las altas yerbas. buscando las huellas del carnicero.

Inesperadamente, presentóse ante nosotros el destrozado rey de la selva, y lanzó un atronador rugido de rabia, en tanto mostraba, entre la maleza en que se hallaba, su enorme fauce armada de terribles colmillos. Instintivamente hice fuego. Hubo un crujido en la hojarasca, un golpe pesado, y luego, silencio.