miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ortografía

Mi querida mamacita:

Mucha pena me causó la noticia que me dio en su carta que recibí ayer 10 del presente acerca de la extraña enfermedad de Minino. ¿No se habrá comido alguna lagartija o una libélula de esas que vuelan a ras del agua de la fuente del jardín? Confío en que usted, mamacita, que tanto lo quiere, lo mejore pronto con sus cuidados.

Mi papá, en la carta que me escribió con fecha 2 del presente, me decía que se alegraba mucho, tanto por la superación de mis notas, como porque ha observado que cometo menos faltas de ortografía que antes. Usted ¿no se ha fijado en lo mismo? Ello se debe, mamacita, a que nuestra profesora nos exige que atendamos a la ortografía  de los vocablos que aparecen en nuestro libro de lectura. En cada clase, además de su significación, bien robustecida con repetidos ejercicios de frases y oraciones, nos hace fijarnos en su ortografía. Cada cuatro o cinco lecturas, nos impone una prueba de comprobación ortográfica, sin contar, mamacita, los frecuentes ejercicios de sinónimos y antónimos, que nos hace, como asimismo de parónimos, es decir, de palabras de semejante sonido u ortografía, pero de diferentes significados. Así, nos ha hecho escribir, entre otras, las siguientes sentencias:


  • Ese senador de tu provincia no es un buen cenador.
  • No cometa yerro al forjar ese trozo de hierro.
  • No huya como ese pedazo de hulla mío.
Como algunas niñas confunden la B con la r, nos hizo escribir:
  • Ese sabio barón es un sabio varón.
  • Dile a Ambrosio que vaya a saltar la valla.
  • Para esa lámpara mi padre tuvo que comprar un tubo especial.
Para hacer ejercicios con la letra h nos dictó:

  • ¡Hola Amigo! Qué ola más grande viene hacia nosotros.
  • El pobre toro se quebró un asta hasta la raíz
Bueno, mi querida mamacita, como no quiero cansarla con otros ejemplos que nos dio la señorita y con algunos buscados por nosotras, y que anoté en mi cuaderno, me despido cariñosamente de usted. Espero tener, en su próxima cartita suya, muy gratas noticias de todos ustedes y también de Minino.

Un abrazo cariñoso a mi papá, otro a mi tía, y para usted, muchos besos.

Su Vesna

Sigó, narrador de cuentos

En Somalía, rica región de África oriental, vivía una pequeña familia que se ganaba  la vida fabricando aceite, ungüentos de palmera y vendiendo dátiles a los viajeros. El padre empleaba en estos trabajos a todos sus hijos, y ninguno de ellos se quejaba; por el contrario vivían felices y alegres, pues la tarea era poca las recompensas abundantes. Sin embargo, el menor de los hijos, llamado Sigó, se rebeló desde muy pequeño contra el trabajo. No quería subir a las palmeras en la época de recolección, ni pisar las aceitunas. Tampoco le gustaba acarrear agua, ni lavar las vasijas. Y cuando los mercaderes le pedían que les trajese agua para sus camellos, Sigó corría al río y allí se quedaba horas enteras bañándose, hasta que enviaban a otras personas, o seguían su camino cansados de esperar en vano.

Sin embargo, cierto día se apeó de su camello y entró a descansar en la tienda de la familia de Sigó, un viejo mercader que venía de Abisinia y que había viajado un sinfín de días. Compró aceites, y mientras el mercader dormía la siesta, el padre le dijo al niño:

- Corre al río y trae un balde de agua para el camello de Kinalá. Yo y tus hermanos vamos a enfardar los dátiles: a ti te toca de beber a los camellos, especialmente al de Kinalá, porque es un poco viejo...

Sigó partió con el balde en la mano y fue mirando los animalitos que corrían por entre las ramas de los árboles, y oliendo los enormes malvones de la senda que conducía al río. Cogió frutas en los mangos y comió unos cuantos,, tirando los huesos por el camino. Cuando llegó al río eran ya las dos de la tarde. Había salido a las diez de la mañana. Entonces pensó: "Si no vuelvo ahora mi padre me dará una paliza. Pero si no me baño en el río me moriré de calor. El agua debe estar muy fría y deliciosa...".

Vaciló un instante solamente: luego enseguida se quitó el turbante, las sandalias y las blancas fajas que envolvían su cuerpo.Se zambulló con placer en el agua y siguió nadando, flotando como un verdadero animalito acuático. Transcurridas unas cuatro horas, pensó en regresar, pero mirando la orilla del río vio un pez muy grueso, verde y azul, con ojos amarillos. Calzaba sus sandalias, se había arrollado a la cabeza mojada su turbante y trataba de envolverse con las fajas de algodón. Sigó nadó con fuerza contra la corriente, y al llegar cerca del pez, vio con asombro que tenía una cara muy parecida a la suya: era moreno y lustroso, con unos hilos de pelo en la cabeza. Empezó a reír entonces el pez y le dijo:

- Amigo Sigó, estás metido en una triste aventura... El camello del viejo Kinalá acaba de morir de sed a la puerta de la tienda de tu padre. El viejo te busca con un látigo, y tu padre con una vara de membrillo. O huyes, o te llevas dos palizas.

Entonces Sigó se dijo: "¿Por qué no huir, correr mundos, ver nuevas gentes? ¿Quién me impediría partir para el otro lado del río y seguir en dirección al mar?". Finalmente, más por descargo de conciencia que por necesidad, preguntó:

- ¿Qué me aconsejas?

- Pues partir, claro está -le dijo el pez. Pero añadió- : ¿Sabes qué vas a hacer? ¿Cómo te vas a ganar la vida?

Sigó se quedó sin saber qué contestar. El pez, sin embargo, le dijo enseguida:

- Tengo un trabajo para ti. Es un trabajo fácil y divertido. Serás narrador de historias; pero no tendrás que repetir nunca lo que hayas dicho una vez. Irás a todas partes y te escucharán. Sin embargo, si intentas repetir una historia, estarás perdido. Yo te llevaré de vuelta a casa de tu padre y sufrirás el castigo que mereces.

Sigó saltó de alegría: ¿podría encontrar trabajo más fácil que el de contar cuentos? Inventaría cosas sobre el arco iris, o se limitaría a contar lo que había oído a su padre o a su abuelo...

- ¡Acepto! -contestó al pez-; dame mi ropa.

- Esta ropa no es propia de un peregrino que ha de ir a contar historias en los palacios, en las ferias, en los oasis, en los desiertos; a mozos ricos y a mujeres pobres; a cazadores, mercaderes, tribus guerreras... tendrás que vestir de acuerdo con esta ocupación. Yo prepararé ropa adecuada para ti.

Y Sigó vio como el pez, con sopa puesta, se sumergía en el río, y cómo salía del agua trayendo en morral de cuero. Dentro del morral había de todo: una piel curtida de leopardo, un turbante nuevo, un bastón con rugosos nudos, empolvadas sandalias de caminante, y un manto que servía para protegerlo del frío y del sol. También le entregó algunas provisiones y un alfanje.

Sigó se despidió del pez y partió. Se dirigió a Eritrea, y casi en las márgenes del Océano Índico se detuvo en una feria en la que había de todo; sedas finas, tejidos de algodón teñido a mano, collares de marfil, esteras de paja, frutas, aceites, miel, leche de cabra, perfumes de mirra y de incienso, objetos de ámbar. El niño vestido de peregrino no llamó la atención, pero advirtió que tenía que empezar a ganare la vida que él había elegido. Se sentó en la feria, cogió una caña de bambú, hizo en ella unos agujeros y empezó a tocar una melodía muy triste y aguda. De un cubo de cobre salieron unas víboras y se pusieron a escucharlo. Eran de un mercader, que las traía para exhibirlas en la feria. Cuando el pueblo vio que las víboras escuchaban el son de la flauta de Sigó, empezaron a batir palmas y a preguntarle en dónde había aprendido a encantar serpientes. Sigó puso cara de misterioso y dijo:

- Se muchas cosas más, pero solo explicaré mi secreto si escuchan la historia que les voy a contar y me pagan por ella.

Los mercaderes volvieron a aplaudirle y aceptaron pagar a Sigó si el cuento era bonito.

Todos quedaron encantados con la narración y le pidieron otros y otros. Sigó contó más, y desde ese día su fama corrió de boca en boca. No hubo lugar en África al que no fuera para contar sus cuentos. Lo llevaron a lomo de camello a desiertos blancos, a arenales sin fin. Lo condujeron, en barcas, Nilo arriba. Fue a los oasis más lejanos, llegando hasta Madagascar, para que sus historias fuesen oídas. El morral estaba siempre lleno de oro, y nunca faltaba comida en abundancia. Era feliz. De vez en cuando pensaba: "¡Cuánto hubiera perdido de no seguir el consejo del pez! Aún hoy estaría dando agua a los camellos, subiendo a las palmeras, o pisando aceitunas. No habría conocido el mundo y tampoco me hubiera enriquecido"

Una cosa sin embargo empezaba a preocupar a Sigó. Su imaginación estaba algo cansada, y tenía que hacer grandes esfuerzos para inventar nuevos cuentos. Cada vez que iba a contar alguno, se acordaba de haberlo contado en algún lugar, y le invadía el temor a la advertencia del pez. Sin embargo, se concentraba y empezaba uno nuevo.

Y los años fueron pasando. Sigó ya era un hombre de treinta y tres años, tenía barba y estaba casado, y pedía a sus hijos que recogiesen historias de boca de los mercaderes, pues el cansancio le impedía inventar más.

Hacia el fin del verano, su hijo menor le trajo un cuento muy bonito: "Del cuervo y de los pájaros". Sigó escuchó con atención el hizo memoria para ver su lo conocía. Cuando estuvo seguro de que no lo había contado nunca, aprovechó una feria muy importante que se realizaba en Tobruk para narrarlo.

Al terminar, sintió un escalofrío: en frente de él, vestido con su antigua ropa de niño, sonriendo, estaba el pez verde-azul. En vano quiso Sigó fingir que lo veía; el pez le hizo señas muy significativas con la cabeza, y Sigó no tuvo más remedio que escuchar:

- Aquí tienes tus ropas. Vuelve a tu casa; tu padre te espera con la vara de membrillo y el mercader con el camello muerto. Tienes que pagar por tu holgazanería...

Sigó se despidió de su mujer y de sus hijos. De repente se volvió niño otra vez, vistió sus ropas y llegó a la tienda de su padre. Llevaba un balde de agua. Toda la familia dormía y los camellos de Kinalá estaban echados sobre sus patas esperando beber. Vio entonces que su padre no tenía la vara de membrillo y que Kinalá también dormía sin tener ningún látigo en la mano, apoyó la cabeza en la lona de la tienda y se puso a pensar: "¡Qué hermoso sería si yo pudiese ser el niño que anda corriendo mundo, y contando historias como soñé allá en el río, aunque después tuviese que aguantar las palizas de mi padre!..."

Sigó entró tristemente en la tienda, y habiendo tenido igual que en el sueño, una idea de cómo ganarse la vida en adelante, metió ropas en una alforja y se despidió de todos, diciendo:

- ¡Voy a correr mundo! Dentro de mi cabeza tengo un tesoro que explorar: Seré narrador de cuentos. ¡Adiós!

Y partió para nunca más volver. Esta vez es de verdad; no un sueño, no.

La salida de Rancagua

Narrada por el soldado FELIPE SOTO

"Cuando vídemos la cosa perdida, mi general O'Higgins gritó:¡Los dragones a caballo! ¡Que monten todos los que puedan! ¡Hay que abrirse paso a punta de sable!... Mi amito estaba cerca del general y yo al ladito. Montamos y con el general Freire y el ayudante Urrutia nos pusimos junto a don Bernardo... Echamos la mulería adelante para asustar a los enemigos y cubrirnos un poco...

¡A la carga muchachos y viva la Patria!, gritó el general O'Higgins y partimos "rajados" como los mismos diablos, repartiendo mandobles a los cuatro vientos.

Al saltar la trinchera de San Francisco, le llegó la hora a mi amito; una descarga le voltió el bayo que montaba. Mi amito cayó al suelo pero se levantó al tiro y comenzó a sablear como un condenado, no estaba herido y parecía un león furioso. Yo lo vide y quise "apiarme" para ayudarlo o morir con él; pero el general O'Higgins me gritó: "¡Siga, soldado... hay que pasar y salir a la cañada... y nada más!"

No pude desobedecer la orden y seguí, con la cabeza vuelta p'atrás y pude ver como cincuenta bayonetas que acribillaban a mi pobre amito... y no vide más, porque una polvareda de tierra y humo y un llanto grande me borraron la visión de los ojos...

Vocación

Rabindranath Tagore

Todas las mañanas, cuando suena el gong de las diez y yo voy camino de la escuela, me encuentro en la calleja con ese vendedor que grita: "¡Pulseras, pulseras de plata y de cristal!" Nunca tiene prisa, ni va más que por donde quiere, ni lo obligan a llegar a sitio alguno, ni a volver a su casa a su hora.

¡Quién fuera vendedor, para pasarme el día por la calleja, gritando: "¿Pulseras, pulseras de plata y de cristal!".

A las cuatro, cuando vuelvo de la escuela, miro todas las tardes por el portón de aquella casa que está allí, y veo al jardinero cavando la tierra del jardín. Hace lo que le da l agana con su azadón, se mancha la ropa de polvo cuando quiere y nadie viene a decirle que si el sol le está poniendo negro, que si se está calando el agua...

¡Quién fuera jardinero, para cavar y cavar la en el jardín si que nadie me grite!

Cuando mi madre, en el mismo momento en que oscurece, me manda a la cama, veo por la ventana al sereno que se pasea, vigilando, arriba y abajo. La calle está oscura y solitaria y la farola está de pie, como un gigante, con un solo ojo colorado en la frente. El sereno viene y va, meciendo su farol, con su sombra al lado, y en su vida se tiene que acostar.

¡Quién fuera sereno, para pasarme la noche entera calle abajo, calle arriba, persiguiendo las sombras con mi farol!

domingo, 16 de septiembre de 2012

Las mujeres saben callar

A principios de 1817, cuando San Martín y los emigrados organizaban en Mendoza el ejército de Los Andes destinado a libertar a Chile, había entre nosotros un hombre encargado de distraer la atención del gobierno,  para que aquel ejército pudiera pasar la más elevada codillera del mundo sin ser molestado. Este hombre desempeñó de tal manera su empresa que se hizo un verdadero héroe de romace. Inició una guerra de tinieblas y de sombras; una guerra verdaderamente impalpable. Los españoles, a pesar de sus esfuerzos extraordinarios, no podían dar caza a ese ser misterioso, que los desorientaba con la rapidez de sus correrías y sobre el cual circulaban las versiones más contradictorias. La mitad de la gloria del paso de los Andes se debe a Manuel Rodríguez; sin sus servicios, el Ejército Libertador pudo haber sido despedazado entre los peligrosos desfiladeros de aquellas montañas, que sólo permiten marchar a uno o dos hmbres al frente.

Marcó del Pont reconcentró toda su atención y todos los elementos bélicos de que disponía en destruir esta sombra que le atormentaba hasta en su mismo lecho; temía más al enemigo desorganizado del interior que al poderoso ejército que se reunía en la falda oriental de Los Andes; pero, ¿cómo dar alcance a ese fantasma cuya sombra apenas se dejaba diseñar?

- Ayer ha pasado por aquí, decían los campesinos; iba a trote de su negro caballo; su blanca barba ocultaba su rostro. Era un fraile capuchino rodeado de penitentes.

- No, ayer estuvo en Santiago, decían otros; abrió personalmente la puerta de la carroza de Marcó y le ayudó a descender. Ha sido él; cuando ya había desaparecido, se han recordado los rasgos de su fisonomía.

¿Cómo sorprender y capturar a ese misterioso genio del bien o del mal?

La acción de aquel fantasma se dejaba sentir en todas partes; era una figura gigantesca que saltaba las zanjas, que cruzaba los bosques, pasaba los ríos a nado o sobre los lomos de su infatigable cabalgadura; pedía hospitalidad en los conventos, en los ranchos o en los palacios; por la mañana estaba al frente de su montonera y por la noche bailaba contradanza o gavota en algún salón de Santiago, y sin embargo, nadie le veía, o más bien, nadie quería verle, pues había un interés general en ocultarlo.

Las mujeres eran detenidas en los caminos públicos por los soldados españoles que perseguían a Rodríguez, se les interrogaba si habían visto pasar a la sombra, se les amenazaba; pero jamás hubo una delación. Las más ignorantes campesinas comprendían que esa visión servía sus intereses, que ese perseguido fantasma era un fantasma amigo.

Las grandes damas de Santiago eran arrastradas a las cárceles; San Bruno, el furioso agente de la tiranía agonizante, las amenazaba e insultaba brutalmente. Pero las más severas indagaciones, las más violentas pesquisas no descubrían nada. Todas las mujeres, señoras y plebeyas, se empeñan en borrar con su pie la huella que dejaba en los caminos el infatigable guerrillero, y sin este admirable complot del silencio femenino, la espada invisible de Manuel Rodríguez no habría podido señalar a los libertadores la senda de la victoria.

Manuel Rodríguez ocultó a Marcó el paso del Ejército Libertador; pero a su vez las mujeres de entonces ocultaron al héroe y con su silencio de él un personaje casi misterioso fantástico.

Los Copihues

Ignacio Verdugo

Soy una chispa de fuego
que del bosque en los abrojos,
abro mis pétalos rojos
en el nocturno sosiego.
Soy la flor que me despliego
junto a las ricas indianas,
la que, al surgir las mañanas
en mis noches soñolientas,
guardo en mis hojas sangrientas
las lágrimas araucanas.

Nací en las tardes serenas
de un rayo de sol ardiente,
que amó la sombra doliente
de las montañas chilenas.

Yo ensangrenté las cadenas
que el indio despedazó;
la que de llanto cubrió
la nieve cordillerana
¡Yo soy la sangre araucana
que de dolor nació!

Hoy que el fuego y la ambición
arrasan rucas y ranchos,
cuelga mi flor de sus ganchos,
como roja maldición,
y con profunda aflicción
voy a ocultar mi pesar
a la selva secular
donde los pumas rugieran,
donde mis indios me esperan
para ayudarme a llorar.

Canta

Rafael Ruiz López

Canta: la boca que canta no maldice ni miente ni engaña; nos habla de fiesta alegres y de amores profundos que nacen en el corazón y, al pasar por la garganta, se convierten en música divina.

Los niños campesinos, cuando les sorprende la noche, van cantando mientras caminan, para ahuyentar los temores. Oyendo su propia voz, creen que no van solos.

Canta: tu voz vibrará armoniosamente en la noche, se elevará al cielo o se esparcirá sobre la tierra, para suavizar el dolor de algún alma que sufre.

Cuando salí de mi tierra

Antiguo romance popular

Cuando salí de mi tierra, 
yo salí pa no volver,
montado en un macho viejo
que daba lástima'e ver.
Nenguno me vino a ver,
no más que una pobre vieja
que me daba de comer.
Yo me fui pa l'otra banda
con un patrón qu'encontré, 
gané la plata a montones
y puse un buen almacén.
A los siete años volví
con más facha que un marqués,
y me salió a recibir 
todo el pueblo d'Illapel.
pero yo, que no soy lerdo
a nenguno saludé,
nomás que a la pobre vieja
que me daba de comer

El Caballero que busca el límite del mundo

- Hace ya muchos, muchos años, cuando yo era tan pequeño como lo sois ahora vosotros -comenzó a decirnos el abuelo-, oí por vez primera lo que ahora voy a contaros. Fue en una noche tan fría y tempestuosa como ésta. Estábamos sentados con el abuelo frente a la chimenea, así como estamos ahora y lo mismo que vosotros, yo también miraba fascinado el fuego. Afuera, un viento desatado hacía gemir las sombras negras y cambiantes de los árboles y chirriar dolorosamente los troncos de nuestra casa que, como tantas veces os he contado, estaba situada en medio de un bosque.

- ¿Habéis pensado alguna vez, niños -continuó diciendo, mientras se acariciaba pensativamente la barba- cuál es el lugar donde queda el fin del mundo?

Recuerdo que no le contestamos nada, que continuamos mirándolo un poco sorprendidos por la pregunta que nos hacía. Nosotros ya sabíamos como lo sabéis vosotros, que estáis leyendo ese relato, que el mundo es como una gran esfera y que, por lo mismo, no tiene principio ni fin.

- Pues bien, niños -continuó el abuelo como si estuviera hablando consigo mismo-, hubo una época, hace y bastante tiempo, durante la llamada Edad Media, en que los hombres creían que la Tierra era plana y que estaba rodeada de inacabables océanos. También creían que esos mares inmensos, plagados de monstruos enormes y horrorosos, terminaban en un espantoso abismo donde sus aguas se desplomaban con el fragor de los truenos.

No sé si por casualidad o por qué, un lejano trueno contestó como un eco a las palabras del abuelo. La lluvia que hasta ese momento se había esperado, se desató con fuerza, y oíamos su golpear contra el techo y las ventanas. Miré a mis hermanitos y adiviné en ellos el mismo medio hacia lo desconocido, lo mismo que estaba sintiendo yo entonces. ¡Y nosotros que sabíamos que estábamos tan seguros frente al fuego y junto al abuelo! El fuego que nos producía calor y el abuelo que nos daba su protección. ¿Por qué habíamos de tener miedo?

- Habéis de saber -continuó el abuelo- que entonces hubo hombres que supieron desafiar su propio terror y que quisieron descubrir por sí mismos aquel lejano lugar en que el mundo terminaba. Pero hubo uno que tuvo más valor que ningún otro. Otro día os contaré cada una de las aventuras que tuvo que emprender, cada de los terrores que sufrió, de los desmayos en que caía para luego levantarse con más coraje y con más ansias de continuar con su empresa. Pero hoy quiero daros únicamente una idea de su gran aventura.

El abuelo se quedó un momento en silencio, como rememorando lo que le había contado sobre aquel héroe; nosotros nosotros también nos quedamos callados, pero nuestro silencio estaba cargado de ansiedad. Sabíamos que no era prudente interrumpirlo, pues volvería a la realidad, al mundo del presente, y hubiésemos tenido que esperar a la noche siguiente para que continuara con su relato que, a lo mejor, no era el mismo.