miércoles, 6 de febrero de 2019

El último disparo

De Alfonso de Lamartine

Cierto día andaba de caza... Un inocente y feliz cervatillo brincaba de júbilo entre las hierbecillas empapadas de rocío, en la linde del bosque. Yo no divisaba a intervalos, por sobre los tallos de la maleza, irguiendo las orejas, golpeando con los cuernos, olisqueando con los rayos solares, recalentando, el fin, al sol naciente su piel tibia, al mismo tiempo que ramoneaba los tiernos brotecillos, gozoso con su tranquila y segura soledad.

Mi perro lo acechaba, mi fusil estaba listo, tenía al cervatillo a tiro. Una especie de remordimiento por mi intención me hacía vacilar ante la oscura idea de tronchar una vida así, una alegría, una inocencia como esas que alentaban la de ese ser que jamás me había causado daño alguno. Más el hábito instintivo venció a mi naturaleza, que siente repulsión ante el asesinato.

Salió el disparo. El cervatillo se abatió, con la paletilla rota por la bala, retorciéndose vanamente en medio de su dolor, sobre la hierba enrojecida con su sangre. Cuando el humo del disparo se hubo disipado, me aproximé pálido y tembloroso por mi crimen. El encantador, pero infortunado animalillo, no había muerto. con la cabeza reclinada en la hierba me miraba con sus ojos anegados en lágrimas. No podré jamás olvidar esa mirada a la cual el asombro, el dolor, la muerte inesperada, parecían dar profundidades casi humanas de sentimiento. Esa mirada me expresaba claramente, con un reproche desgarrador, mi crueldad gratuita. ¿Quién eres? Jamás te he ofendido. Acaso te hubiera amado... ¿Por qué, entonces, me has herido de muerte?... ¿Por qué me has arrebatado mi porción de cielo, de luz, de aire, de juventud, de alegría?... ¿Qué será de mi madre, de mis hermanos, de mi pareja, de mis pequeñuelos que me aguardan en el cubil y que no volverán a ver sino estos mechones de mi piel esparcida por el disparo, y estas gotas de sangre en la maleza?

He ahí lo que me decía la mirada del cervatillo herido. Yo lo comprendía demasiado bien..., y me acusaba a mí mismo, como si el cervatillo me hubiera hablado. "Termina conmigo", parecía decirme aún la queja dolorida de sus ojos y los inútiles estremecimientos de sus miembros.

Hubiera ansiado curar sus heridas a toda costa; más volví a tomar el fusil, impulsado ahora por la piedad, y, desviando la mirada, puse fin a su agonía con un segundo disparo. Horrorizado, arrojé entonces el fusil lejos de mi, y esta vez, lo confieso, lloré...

Mi propio perro parecía enternecido; no hizo intento de husmear la sangre ni de remover con el hocico el cuerpo inanimado. Se echó a mi lado tristemente... Permanecimos los tres en silencio, como si la misma muerte nos hubiera herido.

Renuncié para siempre a ses brutal placer de asesinar, a esa crueldad despótica del cazador que arrebata sin necesidad, sin derecho, implacablemente, la existencia a seres a los cuales no es posible devolver.

Desde ese día no he vuelto a matar.

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