jueves, 2 de agosto de 2012

Un tigre en la noche

Un viejo leñador fue quien di ola noticia. ¡Un tigre había dado muerte a una pieza! Había arrastrado a su víctima hasta el cauce seco de un riachuelo, dejándola allí para tener asegurada otra comida, y yo me propuse estar en aquel paraje cuando volviese la fiera.

Aconteció este lance en las vertientes frondosas de una estribación del Himalaya, junto al cual se extienden la selva por muchos kilómetros y, aunque los tigres eran en aquella parte muy numerosos, resultaba excesivamente difícil al cazarlos. Salvaban, errantes, inmensas distancias, y como la comida era abundante, no se acercaban con frecuencia a las proximidades de punto habitados por el hombre.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando llegué allí. Encima de un sitio cubierto de yerba, en el cauce del río, veíase tendido en cuerpo de un sambar, la especie de venado más grande que existe en la India. El tigre habíale partido el cuello, y devorado parte del cuerpo, y dejado el resto para otra comida. Mi shikari, como llamamos al cazador en la India, me hizo un machan en un árbol que había a tres pasos.

Consiste el machan en unas cuantas ramas atadas juntas con trepadoras, que forman una pequeña plataforma o tablado, algo parecido al nido de un pájaro de gran tamaño, y estaba a unos siete metros del nivel del suelo.

Me encaramé a mi nido, ocultándome cuando pude, y por medio de una cuerda que hice de planta trepadoras, subí la carabina, el fusil y demás cosas de mi uso particular; márchose el shikari y quedé solo en mi atalaya.

Una selva india es verdaderamente un lugar desolado durante el día, y se puede caminar muy lejos en ella sin encontrar animales y aves o una señal cualquiera de vida; pero, al anochecer, comienza el despertar, y entonces me di cuenta del grande misterioso movimiento que reinaba ya en mis tristes alrededores. El astro de la noche se hallaba en su plenitud, y sin embargo, en casi toda la selva reinaba la más completa oscuridad. En noches como aquélla no debía uno errar el blanco.

De repente, el ruido de una piedra quitada de su sitio, púsome los nervios en tensión y dirigí la vista hacia el punto de donde procedía. Al fin, pude ver algo que se acercaba, y observé que era una hiena atraída por el olor de la carne muerta. Dio unos cuantos saltos en dirección del cuerpo del venado y comenzó a desgarrarlo.

Estaba yo en acecho contemplando lo que pasaba, cuando divisé un hermoso cervatillo que se hallaba a unos seis metros de distancia. Habíase aproximado en medio del silencio más absoluto. El cervatillo se parece bastante al venado manso y confiado de nuestros parques, y es además un animal muy simpático. Bajó la cabeza disponiéndose a pacer la yerba que por allí crecía, y levantóla de repente; miró obstinadamente en derredor.

Notó, al punto, la presencia de la hiena, y se puso a contemplarla intensamente unos segundos, después de los cuales, en cuatro brincos, penetró en lo más intrincado del bosque. Pronto se presentaron dos puercoespines, y pasaron por debajo del árbol en que me hallaba oculto. Luego tuve que aguardar mucho tiempo, hasta que vino otro ruido a interrumpir el silencio extraordinario que reinaba en la selva.

Esta vez el ruido fue más intenso. Conocíase que el nuevo visitante era amigo de hacerse anunciar; y era de seguro un animal o animales que no conocían el miedo. Apareció de repente un pequeño rebaño de elefantes; y como por lo general son inofensivos, su proximidad no me alarmó lo más mínimo.

Al desaparecer en las sombras volvió a reinar nuevamente el silencio, y yo empezaba ya a sentirme algo amodorrado, cuando unos estridentes chillidos de monos, todavía a distantes, me pusieron sobre aviso. Estos anuncian al cazador que una pantera o un tigre pasan por debajo del sitio en que ellos se hallan. La hiena lo sabía también, y alzando la cabeza, dirigió la vista hacia la selva. Permaneció un momento en esta actitud y luego se marchó tranquilamente.

La modorra que se había apoderado de mí había ya desaparecido. Mis oídos anhelaban escuchar el más leve rumor y éste vino al fin. Era algo así como un bramido que produce el vendaval al soplar sobre un campo de trigo en sazón. Este ruido fue creciendo, creciendo, y luego apareció el rey de la selva india.

La sangre me azotaba los oídos; tanta era la rapidez con que mi corazón latía, y las manos me temblaban por la excitación en que me hallaba; pero no esperé que todo estuviese en calma, sabiendo, como sabía, que el tigre puede desaparecer en un segundo. Oyóse un tipo. Dio el felino un salto terrible en el aire y luego, antes de que yo tuviese tiempo de volver a disparar, se hundió en la espesura.

Creí haberle perdido ya, y estaba escuchando el estrépito producido por la acelerada cerrera de numerosas fieras espantadas por sus rugidos y mi disparo, cuando otros cinco rugidos salvajes, a un centenar de metros de distancia, hiciéronme comprender que el tigre estaba mortalmente herido; de lo contrario, hubiera estado ya a dos kilómetros de aquel sitio.

Nada más pudo hacerse hasta que vino la mañana, y aun entonces mi tarea podía ser arriesgada, pues aunque a veces un tigre suele no ser tan peligroso, en cambio lo es siempre, y tremendamente, cuando está herido, pues así desconoce el miedo y acomete a todo lo que se le presenta. No había ya necesidad de mantenerse quieto, y aunque dolorido a causa de mi forzada posición de tantas horas, di movimiento a mis piernas entumecidas, encendí la pipa y me senté.

A las seis de la mañana llegó mi shikari, y dándole la carabina, me quedé con mi magnífico fusil de doce tiros cargados con doce cartuchos de balas. Enseguida, comencé la parte más excitante de mi aventura. Avanzamos con todas las precauciones imaginables por entre las altas yerbas. buscando las huellas del carnicero.

Inesperadamente, presentóse ante nosotros el destrozado rey de la selva, y lanzó un atronador rugido de rabia, en tanto mostraba, entre la maleza en que se hallaba, su enorme fauce armada de terribles colmillos. Instintivamente hice fuego. Hubo un crujido en la hojarasca, un golpe pesado, y luego, silencio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario